La
Constitución dominicana establece en su artículo 54 el derecho a la seguridad
alimentaria y la garantía que debe dar el Estado del mismo. Lo propio hacen
varios instrumentos internacionales que conforman el bloque de
constitucionalidad, de los cuales resalto el Protocolo Adicional a la
Convención Americana sobre Derechos Humanos del 17 de noviembre de 1988,
adoptado en San Salvador, el cual en su artículo 12 plantea que: “Toda persona tiene derecho a una nutrición
adecuada que le asegure la posibilidad de gozar del más alto nivel de
desarrollo físico, emocional e intelectual”.
Con
esto el Estado dominicano reconoce la necesidad de satisfacer y garantizar los
requerimientos alimentarios de cada individuo para que pueda desarrollarse
satisfactoriamente.
En
el caso de los recién nacidos, pudiera parecer fácil lograr lo anterior: somos
mamíferos (aunque me parece que muchos lo han olvidado) y bastaría con que cada
bebé se prenda de los pechos de su madre al nacer.
Sin
embargo, el sistema se ha diseñado de tal forma, que un asunto natural, se ha convertido
en una tarea colosal llena de obstáculos y donde la excepción es la regla.
La
primera dificultad, luego de nacer, es la separación rutinaria de la madre y el
bebé que hace la mayoría de los centros de salud (una cesárea no es motivo de
separación); la segunda es el suministro indiscriminado de fórmulas elaboradas
a partir de suero de leche de vaca, que en la mayoría de los casos se hace
inobservando lo planteado en el Código Internacional de Comercialización de
Sucedáneos de la Leche Materna.
Al
escenario anterior se le añade la poca o distorsionada información con la que llega
la madre, pues habrá visto lactando a muy pocas mujeres de su entorno. Además,
de que en la generalidad de los casos, la orientación que brindan los distintos
agentes de salud (pediatras, enfermeras, otros) resulta deficiente.
Esto
significa que el desconocimiento en torno al tema impide a la madre tomar la
decisión más idónea, que es dar exclusivamente a su bebé el alimento que biológicamente
le corresponde al nacer, el más económico y el más simple. Es más, en muchos
casos la decisión la toma ese agente de salud que no tiene idea de cómo
funciona la lactancia o tiene alguna alianza estratégica con las empresas que
distribuyen las fórmulas.
Así
las cosas, somos un país con un porcentaje demasiado bajo de lactancia
materna, con apenas un 6.7 por ciento de lactancia exclusiva en niños de 0 a 5
meses[1],
cuestión que debe llamar la atención pues dicho indicador repercutirá negativamente en la salud futura del
93.3 por ciento restante de niños que son hijos del biberón y la fórmula artificial.
La
más perjudicada en esta problemática que se repite a diario es la persona recién
nacida, que desde su llegada al mundo se le vulnera su derecho a la seguridad
alimentaria.
Para
este segmento particular de la población, el Estado no tendrá que impulsar la
producción de alimentos y materias primas de la agropecuaria, como indica el
texto constitucional, sino que deberá promocionar y realizar campañas
constantes y persistentes para educar a la población en general, empoderar a
las madres y formar a todo el personal de la salud relacionado con el tema para normalizar la lactancia materna.
Una
vez que se haya logrado lo anterior, solo quedaría esperar que se haga uso de
las garantías procesales consagradas en nuestra Constitución y que están a
nuestra disposición para hacer exigible este derecho social cuando sea
vulnerado por algún agente o centro de salud. Le corresponderá a las madres y a
los padres, como tutores de sus respectivos niños, exigir al Estado todo el
apoyo para el suministro de información, para la no separación y el no
suministro de fórmulas sin autorización, en definitiva, dar la mejor bienvenida
a cada recién nacido… a cada ser humano.
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